A principios del Renacimiento los maestros florentinos dominan el secreto matemático de la perspectiva, y los flamencos, el misterio alquímico de los pigmentos. No obstante, una guerra abierta entre ambas escuelas mantiene al mundo sin el pintor perfecto, aquel que domine lo mejor de ambas escuelas: la perfección de las formas y la luminosidad de los colores.