La poetisa norteamericana Emily Dickinson nació en Amherst, Nueva Inglaterra, en 1830. Estudió en la Academia de Amherst y en seminario femenino de Mount Holyoke, Massachusetts, donde se formó en un ambiente calvinista muy rígido, contra el que manifestó una obstinada rebeldía, pero que impregnó profundamente su extraña concepción del Universo.
Emily Dickinson se aisló muy pronto del mundo y no admitió, a partir de entonces, entrar en contacto con nadie que no estuviera a la altura de sus conocimientos y de sus afectos, como lo estuvieron, por ejemplo, sus cuatro preceptores : Benjamin Franklin Newton, quien le hizo leer en edad muy temprana a Emerson, y luego el reverendo Charles Wadsworth, el escritor Samuel Bowles y el juez Otis P. Lord, con quienes mantuvo una correspondencia abundante y asidua a la que hoy recurren todos aquellos que desean ahondar en la aventura espiritual de tan peculiar personalidad.
En 1861, Emily se parapetó definitivamente en lo que ella llama «mi blanca elección», por lo que, a partir de ese momento, no llevó otro color que el blanco. Se recluyó tras los muros del caserón construido antaño por su abuelo y allí vivió, en la atmósfera puritana de una pequeña ciudad, el ambiente de los años de la guerra civil. Muy pocos tuvieron ya acceso a ella, y de ella sólo se conserva la diáfana imagen de «una blanca mariposa de la luz». Murió en esa mítica penumbra en 1886. Sólo cuatro años después se publicó el primer volumen de sus 1775 poemas.
Había escrito casi toda su obra entre 1858 y 1865, creando un estilo que se mantuvo incólume desde sus primeros versos y que nos llega, un siglo después, tan cristalino como el instante de su concepción. Al no haberse sometido a las exigencias de la publicación, este estilo es extraordinariamente libre y no remite sino a la propia ensimismada personalidad de la poeta. Es una escritura de soledad, de absoluta independencia.
La gran poetisa argentina, Silvina Ocampo (1903), irrumpió en la intimidad de esa terca reclusión al emprender hace ya unos años, lentamente, con la misma meticulosidad y pulcritud que la norteamericana, la traducción de estos 596 poemas. Nos ofrece así la posibilidad de compartir con ella el placer de su propio asombro, de la propia vivencia poética de tan enigmática obra. Jorge-Luis Borges, amigo de Silvina y admirador de las dos poetisas, se hace, en su Prólogo, portavoz de esta «comunión»