Perder la piel es el testimonio de una trágica experiencia personal: hace cuatro años, cuando contaba treinta y cuatro, la narradora sufrió un accidente que le causó quemaduras profundas en el 80% del cuerpo, cuyas gravísimas secuelas no le han impedido volver a una vida razonablemente normal. La autora evoca paso a paso su vuelta a la conciencia, las pesadillas, las alucinaciones, el sufrimiento físico que le causaban las curas, la rehabilitación y sus altibajos de ánimo durante un largo itinerario por diversos hospitales nacionales y extranjero en los que fue sometida a múltiples intervenciones quirúrgicas y a interminables sesiones de rehabilitación. Aunque no escamotea los aspectos dolorosos, aun de tormento, que su tremenda experiencia le ha hecho padecer en lo físico, en lo psíquico, en lo social y lo familiar, la autora evita el tono melodramático y confiere a su prosa, clara y exacta, un nítido valor objetivo, y una precisión acorde con la actitud exigente y participativa que para ella ha de tener el paciente, que no es un mero objeto de las atenciones de quienes tienen el deber de cuidar de su salud, sino un colaborador crítico de su propio tratamiento. Este impresionante testimonio es también un alegato en pro de la entereza y la lucidez.