Introducción y epílogo de Ian Robertson
Traducción de Antonio Iriarte
«Los Fusileros siempre éramos los primeros en desembarcar, porque, de hecho, siempre formábamos la vanguardia al avanzar y la retaguardia en las retiradas. Como los antiguos nativos de Kent, exigíamos por derecho el puesto de honor en el campo de batalla. [...] Ni el calor del ardiente sol, ni las largas millas, ni las pesadas mochilas, pudieron domeñar nuestro ardor.
[...] Era una visión gloriosa la de nuestras banderas desplegadas al viento en aquellos campos. Los soldados parecían invencibles: nada, pensaba yo, hubiese podido derrotarlos. Con decir que, nada más que en los Fusileros, contábamos con algunos de los hombres más duros que hubiesen luchado nunca bajo el sol ardiente en tierra enemiga. Pero viví para ver cómo las penalidades y la fatiga acababan con cientos de ellos antes de que hubiesen pasado unas pocas semanas.
[...] En la retirada de Salamanca recuerdo haber visto caer a muchos hombres. Entonces se trataba ya prácticamente de un "sálvese quien pueda". Aquellos cuyas fuerzas empezaban a fallarles no miraban ni a izquierda ni a derecha, sino que, con los ojos vidriosos, seguían adelante, tambaleándose, como buenamente podían.
[...] Tras la desastrosa retirada a La Coruña, los Fusileros habíamos quedado reducidos a una sombra enfermiza, si se me permite el término. Mi compañía, de cerca de un centenar de hombres, no contaba ya sino tres.»
Del texto de BENJAMIN HARRIS
«Y sin embargo, en las solemnes palabras de William Napier, primer historiador de la guerra contra Napoleón, fue precisamente esta fuerza insignificante, que nunca sobrepasó los 40.000 efectivos británicos, la que "luchó y venció en diecinueve batallas campales e innumerables combates; planteó o resistió diez asedios, y tomó cuatro grandes fortalezas; expulsó dos veces de Portugal a los franceses, y una de España; invadió Francia, y dio muerte, hirió o hizo prisioneros a 200.000 enemigos, a costa de 40.000 muertos entre los suyos, cuyos huesos blanquean las llanuras y montañas de la península".
Por su parte, John Kincaid nos ha dejado una amarga descripción de una revista de oficiales a su regreso de la península, referida sólo a los que habían mandado el 95° Regimiento. Ahí estaban:
"Beckwith con una pata de palo, y Pemberton y Manners con un tiro en la rodilla cada uno, con lo que tenían la pierna tan tiesa como el primero; Loftus Gray con un tajo en el labio y un talón demediado, lo que le daba un compás claudicante a su marcha; Smith, con un tiro en el tobillo, Eele con un pulgar de menos y Johnstone, además de con agujeros varios de bala, con un codo rígido, lo que le impedía molestar a sus amigos arrancándole gigas escocesas a su violín; Perceval, con un tiro en los pulmones; Hope, con una pierna lacerada por la metralla, y George Simmons, cuyo acribillado cuerpo se mantenía en su sitio por obra y mérito de un corsé".
¿Y qué decir de la tropa? ¿Cuántos miles de veteranos, desfigurados, tullidos, muchos de ellos pobres, cuando no en la miseria más absoluta, no quedarían a la deriva en las sórdidas calles del Londres de Dickens, las mismas calles en las que Harris sobrevivió largos años, ejerciendo su oficio de zapatero con habilidad, y resistiendo con paciencia hasta el final? Eso no lo sabremos nunca.»
Del Epílogo de Ian Robertson
Reseñas:
«Muchos soldados de Wellington relataron sus recuerdos personales, y entre aquellos viejos héroes se cuenta el fusilero Harris.»
Sir Arthur Conan Doyle
Blog de Javier Marías:
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