Para unos, Philip K. Dick no es más que el nombre de un escritor de ciencia ficción, cuyas obras inspiraron las películas Blade Runner, Desafío Total y Minority Report. Para otros, es uno de los escritores esenciales del siglo XX. Y, para unos pocos, el agente de una auténtica revelación.
Una cuestión obsesiva hizo de su caótica vida una extraña odisea espiritual: ¿quién sabe lo que es real?
En la California de los años sesenta esa vertiginosa duda llevó a Dick a un encuentro con las drogas. Confió en que éstas le darían acceso, más allá de los simulacros, a una realidad última. Se convirtió en el apóstol del LSD, un gurú de la contracultura. El hombre en el castillo, Ubik, La penúltima verdad, novelas que se mueven en el estrecho filo entre la revelación y la locura, fueron la Biblia psicodélica para toda una generación.
Hasta que el sueño se convirtió en pesadilla. El explorador de la conciencia se perdió dentro del laberinto. En 1974, tras años de vagabundeo espantoso, tuvo una experiencia mística y, hasta el momento de su muerte, se preguntó si era un profeta o el juguete de una psicosis paranoica. Entre ambos no existía diferencia.
A quien Dios habla ¿oye algo más que su propia voz?