Mortalidad es la historia ejemplar de la resistencia de un hombre a retroceder al enfrentarse a lo desconocido, así como una penetrante mirada a la condición humana.
El 8 de junio de 2010, durante la gira de promoción de su libro de memorias, Hitch-22, un insoportable dolor en el pecho y el tórax dejó postrado a Christopher Hitchens en su habitación de hotel en Nueva York. Como escribiría más tarde en una de sus premiadas columnas en Vanity Fair, se vio deportado de repente «del país de los sanos al otro lado de la dura frontera que rodea la tierra de la enfermedad». A lo largo de los siguientes dieciocho meses, hasta su muerte en Houston el 15 de diciembre de 2011, siguió escribiendo con la misma frecuencia y brillantez que siempre, asombrando a sus lectores con su capacidad de trabajo en las peores condiciones.
Durante su enfermedad, un cáncer de esófago, Hitchens rechazó insistente y gallardamente el consuelo de la religión, y prefirió enfrentarse a la muerte mirándola de frente. En este emocionante relato de esos meses, Hitchens describe los tormentos de la enfermedad, discute sus tabúes y analiza cómo transforma la experiencia humana y cambia la relación del enfermo con el mundo que le rodea. Intenso y poderoso, atravesado de su característica inteligencia, el testamento de Hitchens es una obra literaria valiente y lúcida, una afirmación de la dignidad y el valor del ser humano.
«En mis tiempos, me he despertado más de una vez sintiendo que me moría. Pero nada me había preparado para la mañana de junio en la que, al recobrar la conciencia, me sentí como si de verdad estuviera encadenado a mi propio cadáver. Toda la cavidad de mi pecho y mi tórax parecía haberse vaciado y después llenado con cemento de secado lento. Me oía respirar débilmente, pero no podía inflar los pulmones. Mi corazón latía demasiado o demasiado poco. Cualquier movimiento, por pequeño que fuera, requería premeditación y planificación. Me exigió un esfuerzo extenuante cruzar la habitación de mi hotel de Nueva York y llamar a los servicios de urgencias. Llegaron con gran rapidez y se comportaron con inmensa cortesía y profesionalidad. Tuve tiempo de preguntarme para qué necesitaban tantas botas y cascos y tanto pesado equipamiento de apoyo, pero ahora que visualizo la escena retrospectivamente la veo como una deportación muy amable y firme, que me llevó desde el país de los sanos a la frontera inhóspita del territorio de la enfermedad. En unas horas, tras realizar una buena cantidad de trabajo en mi corazón y mis pulmones, los médicos de ese triste puesto fronterizo me habían enseñado unas cuantas postales del interior, y me habían dicho que mi siguiente e inmediata parada tendría que ser con un oncólogo. Alguna clase de sombra se proyectaba en los negativos.»
Christopher Hitchens