Uno no puede dejar de preguntarse qué hubiera sido de lacultura francesa si Francia, en vez de estar situada donde está,hubiera estado, por ejemplo, en Australia. Probablemente nohabría superado todavía su para ellos gloriosa Edad Media delos troveros y las canciones de gesta. Tampoco puede uno evit...
Uno no puede dejar de preguntarse qué hubiera sido de la cultura francesa si Francia, en vez de estar situada donde está, hubiera estado, por ejemplo, en Australia. Probablemente no habría superado todavía su para ellos gloriosa Edad Media de los troveros y las canciones de gesta. Tampoco puede uno evitar preguntarse cuál hubiera sido la suerte de Europa si un país tan vasto y tan densamente poblado como Francia no hubiera ocupado su centro, actuando como tamiz deformador de las creaciones originales procedentes de Alemania, Italia, Inglaterra o España. El caso es que Francia está donde está y desde antiguo sus habitantes supieron explotar con notoria avidez y no menor habilidad lo que un economista llamaría su renta de situación. Decía Unamuno que las ideas cobran su fuerza del comercio, que rigen el mundo no los forjadores, sino los repartidores de ideas. Nadie entiende esto mejor que los franceses, y nadie practica mejor que ellos el arte de saber vender lo corriente como extraordinario. Su presunto «espíritu clásico», ciertamente no en el sentido helénico, sino de una disciplina comprensible para todos, no puede ser más opuesto al espíritu heleno, latino y español, que es independiente, demócrata, ateniense, republicano, romano e individual. La moda, el buen tono, la deferencia de una fi losofía asequible a las damas han sido las especialidades del genio francés, consecuente, ordenado, lógico, metódico, enfático, académico y prosaico, excelentes cualidades para andar por la vida arregladamente, pero totalmente inservibles para las elevadas empresas del espíritu.
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