¿Qué es lo que comemos cuando consumimos derivados industriales del tomate, ya sea en forma de kétchup, de condimento a un plato de pasta o como ingrediente de una pizza? Es tomate, ciertamente. Y al mismo tiempo no lo es: es tomate de industria. Un producto que ha sufrido enormes transformaciones en las últimas décadas, con la entrada de China en el mercado mundial, y que llega a nuestra mesa tras procesos de transformación y empaquetado que hacen imposible que el consumidor pueda comprobar su verdadera composición u origen.
Para seguir el rastro de este producto, cuya hegemonía no es comparable con ninguna otra en la era capitalista 02014;se cultiva en 170 países, mueve 38 millones de toneladas al año y su consumo no para de crecer02014; Jean-Baptiste Malet se ha embarcado en una investigación de dos años que le ha llevado a entrevistar a comerciantes, recolectores, agricultores, genetistas, fabricantes de maquinaria y hasta militares, en países como China, Italia, Estados Unidos y Ghana.
Lo que ha descubierto revela que el comercio de concentrado de tomate, un ingrediente indispensable en todas las dietas y presente en casi todos los recetarios del mundo, no solo tiene una enjundia insospechada y fuertes conexiones mafiosas, sino que su historia puede hacer tambalear el relato sabido de la industrialización e incluso la forma en que contemplamos el funcionamiento del mercado global.