Los once cuentos que forman este libro, mi particular forma de describir «la velocidad de la oscuridad», hablan, en su mayoría, sobre los obstáculos en la niñez. Algunos obstáculos son pequeños y casi imperceptibles para el propio protagonista, y otros, tan enormes que están a la vista de todos y ra...
Los once cuentos que forman este libro, mi particular forma de describir «la velocidad de la oscuridad», hablan, en su mayoría, sobre los obstáculos en la niñez. Algunos obstáculos son pequeños y casi imperceptibles para el propio protagonista, y otros, tan enormes que están a la vista de todos y ralentizan el crecimiento hacia la vida adulta. Todos ellos emergen de algún recuerdo que oscurece la infancia y que va en busca de la luz, que es el deseo más secreto de toda oscuridad. La velocidad de esta oscuridad anhelante es lenta, al contrario que la velocidad de la luz, su gemela opuesta, que en un instante acelera la plenitud de todos los seres vivos. Igual que la luz inunda de inmediato una vida, la oxigena y la vuelve alegre, un rayo de oscuridad recibido en algún momento de la infancia suspende el crecimiento, enrarece el ambiente durante mucho tiempo y convierte el mandato biológico de vivir en la necesidad psicológica de sobrevivir. Así, crecer, avanzar, se vuelve lento, difícil, y a veces imposible, y de eso adolecen los personajes de mis cuentos. De eso y de soledad, porque quien crece a la velocidad de la oscuridad se siente solo, aunque no lo esté. En ese espacio-tiempo les resulta difícil distinguir a los que están a su lado. Son los susurros y la respiración cercana de los que están junto a ellos, agazapados en la mancha oscura, los que les hacen ver, aunque sea años después, que sin ellos saberlo sí estuvieron acompañados. El número de cuentos es once, un número impar y, por ello, condenado a no hermanarse con ningún otro número, a no compartir su ADN, circunstancia que lo individualiza y distingue del resto. Los personajes de estos once relatos, la mayoría femeninos, están unidos por ese rayo de oscuridad que, en algún momento de su desarrollo personal, los alcanzó. A alguno de ellos, ese relámpago de oscuridad se lo lanzó uno de esos «dioses» que nos rodean en la niñez: un abuelo maltratador, una madre desentendida, una bisabuela que arrastra una vida fantasmal, un marido incompetente… Otros, se tropezaron con la oscuridad por pura mala suerte: la muerte o enfermedad de sus padres, la migración malograda, unas capacidades intelectuales o unos rasgos físicos al margen de la normalidad. Unos, los que más, finalmente alcanzan la luz, de la forma más simple que pudieran imaginar; pero otros, se quedan sumergidos para siempre en la oscuridad.
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