Chris Frantz, baterista y cofundador de los Talking Heads, conoció a David Byrneen la Escuela de Diseño de Rhode Island a principios de los setenta. Juntos —y de la mano de la bajista y futura esposa de Frantz, Tina Weymouth—transmutaríanse en los afamados bustos parlantes, triunvirato al que, con e...
Chris Frantz, baterista y cofundador de los Talking Heads, conoció a David Byrneen la Escuela de Diseño de Rhode Island a principios de los setenta. Juntos —y de la mano de la bajista y futura esposa de Frantz, Tina Weymouth—transmutaríanse en los afamados bustos parlantes, triunvirato al que, con el tiempo, se sumaría el ya muy curtido en estas lides —y cuarto en discordia—, Jerry Harrison. Entre los vestigios industriales del Lower East Side de Manhattan, compartiendo escenografía vital con ilustres luminarias y la fauna más diversa —Patti Smith, William Burroughs y otros despojos del emergente protopunk—, iba a fijar su residencia el cuarteto llamado a surfear en la cresta de la new wave. Y, como quien no quiere la cosa, alentados por la creciente secta que acudía a todos sus bolos en el tugurio, por antonomasia, del momento, CBGB —junto a los Ramones, Televisiony Blondie—, se armó la horda. Los innovadores desmanes de los Talking Heads llegarían a oídos de Warhol y Lou Reed, y el excéntrico cuarteto firmaría al poco, aupado por tan ilustres mentores, con Sire Records. La música de baile para gente con cabeza hacía parcialmente suyas tanto las más rudas convulsiones del punk formativo más minimalista como otras sonoridades («Psycho Killer», «Burning Down the House», «Once in a Lifetime») que trascendían, a la manera de los Clash—toda proporción guardada—, las evidentes limitaciones del punk. Haciendo caso omiso de los más funestos augurios reservados para los disturbios conceptuales de la escena indie, sus primeros álbumes se convirtieron rápidamente en clásicos; tras los que, con la controvertida y egocéntrica participación de Brian Eno en Remain in Light, iniciaron su vertiginosa ascensión al estrellato. Pronto, sin embargo, las relaciones empezaron a tensarse por cortesía del crecido cantor. A raíz de esos desencuentros, Chris y Tina empezaron a trabajar en su propio proyecto, Tom Tom Club; dando con una hibridación de funk, disco, pop, electro y otras músicas ajenas al canon occidental que tendría gran impacto en la indolente geografía clubera. Frantz traza el ascenso y declive de una banda, a lo largo de una década en la que sentarían las bases del vitalista sonido de la nueva ola, pero nos brinda también la crónica de la historia de amor y la asociación artística con Tina, acaso una de las mejores secciones rítmicas impelidas por el noble empeño de electrificar, con cabeza, la escena del pop ochentero más ecléctico y bailable.
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