Mi día en el otro país, es, según reza el subtítulo, «una historia de demonios». Efectivamente, se cuenta la historia de un «poseído no sólo por un demonio, sino por varios, muchos, incontables incluso». Por una Legión de demonios.
El narrador, jardinero de profesión, rememora una época remota de su vida en la que su condición demoníaca lo convirtió a ojos de los habitantes de su pueblo en un tipo marginal, en un inadaptado que moraba en un antiguo cementerio y aterrorizaba en idiomas incomprensibles con su verborrea insultante y sus diatribas contra la creación entera, aunque a veces también profería súbitos oráculos que eran bien recibidos por sus vecinos.
La mirada atenta que le dirige un «buen espectador», por más señas pescador, le libera de los demonios y desencadena un momento epifánico de transformación, de superación de un umbral de conciencia -leitmotiv de la obra handkeana-. Ahí empieza el inicio de su viaje hacia el «otro país», donde permanecerá un día y, si bien no cumple el encargo del pescador -relatar su maravillosa liberación-, la jornada le proporciona renovada alegría de vivir. Sin embargo, su nueva existencia desencadena recelos y dudas. Porque, aunque el exorcismo le permite reintegrase en la comunidad, ¿no ha perdido también su poder de rebelión, la «naturaleza indestructible y resistente de su ser»?
Rememorando, sin mencionarlo, un relato recogido en el Evangelio de san Marcos, en el que Jesús libera a un poseído por mil demonios llamados Legión, Handke reflexiona sutilmente, con ironía, acerca de su trayectoria como escritor, desde la etapa de la «locura», cuando escribía a contracorriente textos transgresores que en ocasiones recibían respuestas airadas, y sobre su etapa actual, después de haber recibido el Premio Nobel, como escritor laureado y, en parte, neutralizado, que, quizá, ha perdido su poder de agitar conciencias.