Año 1966. Hanna Krall llega a la URSS con el encargo de retratar el mundo soviético. Pero hay un problema: la República Popular de Polonia, donde se publicarán sus reportajes, es una nación aliada y vigila con celo que no se escriba ni se diga nada inapropiado del Imperio rojo. Sus funcionarios vela...
Año 1966. Hanna Krall llega a la URSS con el encargo de retratar el mundo soviético. Pero hay un problema: la República Popular de Polonia, donde se publicarán sus reportajes, es una nación aliada y vigila con celo que no se escriba ni se diga nada inapropiado del Imperio rojo. Sus funcionarios velan por detalles como que la palabra leninismo ocupe más espacio en el diccionario polaco que sus vecinas lémur y lenocinio. Quienes se atreven a bromear susurran que sin el visto bueno de la Oficina Principal del Control de Publicaciones y Espectáculos no se puede imprimir ni la etiqueta de unas bragas. Krall, maestra junto con Ryszard Kapuscinski de la mejor escuela del reportaje europeo, tuvo que inventarle un doble fondo a la escritura para pasar de contrabando aquello que no se podía decir en voz alta. Hoy podemos leer los reportajes de Al este del Arbat como un retrato nítido del Homo sovieticus o como un pequeño manual sobre cómo escribir en los tiempos de la censura. Entre renglones, Krall ocultó la desagradable verdad de la vida cotidiana. En el relato de la pasión que despertaba el ajedrez en el país de los Sóviets, se adivinaban los anhelos de libertad cuando esta escaseaba. En el retrato de las lujosas ciudades construidas para albergar a los físicos que desarrollaron la bomba atómica, aparecía una nueva clase privilegiada surgida tras la revolución que debía abolir las clases y los privilegios. En la descripción de las tertulias literarias en fábricas y teatros o de las artimañas para conseguir unos zapatos de charol, se vislumbraba la rigidez de una vida fraguada por la ideología.
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