La belleza acecha por todas partes. La luz es su cómplice. A veces hay que disparar la cámara fotográfica para poseerla. Prácticamente desde que empecé a mirar no he dejado ni un instane de hacerlo. Cuando el primer resquicio de luz choca con algo, en el nacimiento del día en mi dormitorio, ya se produce el milagro: la irrealidad se hace tangible, la belleza emerge y me provoca. Y así todo el día y todos los días. Un rostro ensimismado apoyado en una ventaniola de un autobús a las ocho de la tarde después de una jornada de trabajo, la sombra intensa de un árbol en el pavimiento urbano de un día tórrrido de verano, una silla vacía en la puerta de un garaje, todo está esperando acechando. Las imágenes están provocando constantemente, sólo hay que aislarlas, detenerlas, poseerlas. me divierto mucho, pero también sufro, porque todo se escapa no existe, ya ha pasado. Casi nunca llevo la máquina fotográfica encima, premeditadamente. Había llegado a no hacer nada, a no ver nada, con esta obsesión de posesión.