Ezra Pound envió Patria mía en 1913 a su amigo y editor, Ralph Fletcher Seymour, quien empezó en seguida a preparar la edición del libro. Debido a una reorganización interna en el despacho del editor, se extravió el manuscrito. Se revolvió en vano todo lo que podía revolverse en un despacho de editor. Pero el manuscrito no resucitó de entre viejos papeles hasta 1950 cuando, por fin, pudo publicarse.
Patria mía es un comentario intuitivo sobre el estancamiento cultural de Norteamérica en la primera mitad de siglo. El europeo que se sobrepuso siempre al norteamericano Pound es el que se detiene examinar su patria de origen y, más que su patria, Nueva York. Nueva York, que levanta sus edificios como Florencia levantara sus torres, símbolo de poder ; Nueva York, donde ya la velocidad, la técnica, la improvisación, el dinero dominan ; Nueva York, donde aún el arte es cosa de locos, poco rentable, Nueva York, muy fogosa y aún muy inculta, Nueva York, que comienza a hacer de Norteamérica una nación, «for no nation can be considered historically as such until it has achieved with itself a city to wich all roads lead, and from with there goes out an authority». Puede uno divergir de Pound, pero nadie puede evitar encontrar en él al poeta-adivino que, en 1913, sugiere lo que hoy podemos ver.
No hay que olvidar que en esta época Pound vivía ya hace tiempo en Inglaterra, donde, al trabajar con W. B. Yeats en un antología de poetas «novísimos», descubrió a James Joyce. Estaba sumergido en el renacimiento de las artes en Europa, ese viejo continente de hoy. A Pound, el contraste brutal entre el avance técnico y el desprecio por las artes en los USA de entonces le pareció un escándalo peligroso, cosa que le condujo seguramente a escribir más tarde Guide to Kulchur, que ocasiona ahora estragos entre aquellos europeos que creen que citar muchos autores y muchas frases célebres es cultura.